Hemos vivido de espaldas a nuestra niña interior. Hemos padecido daños de los que nos hemos protegido bloqueando nuestra capacidad de sentir, creando una coraza que se revienta a la primera pedrada. El miedo al dolor nos ha contraído, temerosas de cualquier sentimiento intenso, no sea que nos rompamos. Y nos ha hecho ajenas al mundo de los sentimientos, incapaces de expresarlos y manejarlos; encerrados en el cuarto oscuro de lo temido se convirtieron en enemigos potenciales.
Empezamos de niñas defendiéndonos del dolor y terminamos cerrando el paso al amor; sentir con intensidad, hasta lo gozoso, ya nos espanta.
Y para abrir la fuente del amor se hace imprescindible soltar las corazas; mirar de cerca las viejas heridas, convertidas ya en costras y dejarlas ir. Pues no nos protegemos mejor aprendiendo a no sentir sino no teniendo nada que defender.